Paciencia legendaria, por María Bernal

Paciencia legendaria

Suena el timbre a partir de las ocho de la mañana en todos los institutos de Secundaria de la Región de Murcia. Miles y miles de docentes se embarcan cada mañana en una aventura, que puede resultar adversa, según se les tercie porque dependemos de ellos, a los miles y miles de alumnos, cada uno de su madre y de su padre, con los que se van a encontrar en los distintos y extraordinarios centros, porque así me gusta calificarlos, a pesar de la precariedad con la que cuentan (al menos los públicos), que tenemos en esta tierra nuestra tan querida y envidiable.

La maravillosa tarea de enseñar y de educar, por la que tantas personas tienen una vocación innata e incondicional, ha empezado a escalar a gran velocidad una cuesta que cada vez eleva más su pendiente, sin que apenas haya indicio de que en algún momento se vuelva a allanar.

Las aulas de ahora no presentan resquicio alguno para que puedan penetrar los rayos de luz de las de antaño, donde la disciplina fue el mejor antídoto para acabar con la idiotez que ahora se rezuma en todos los centros educativos.

A los docentes se nos prohíbe elevar la voz, porque podemos herir la sensibilidad del alumnado, pero no pasa nada cuando ellos nos llaman, entre otros términos despectivos, “amargados”; se nos pide que hagamos un ejercicio de reflexión antes de actuar, que respiremos y contemos hasta tres para no perder la paciencia y tratarlos como si fuésemos sus sirvientes, cuando ellos sufren un exorcismo cada vez que les decimos que nos tienen que dar el móvil porque está prohibido usarlo en el centro.

La paciencia del docente es legendaria. Nos enfrentamos a un fruto duro de pelar con las continuas y condenables faltas de respeto que nos ningunean, nos humillan y nos pisotean al antojo de una generación consentida, malcriada y portadora de unos derechos que ni por asombro tenemos nosotros, y mientras que pisotean nuestra figura y sepultan nuestra labor, la administración considera que nuestra dignidad no es un tema educativo, además de que cada vez más,  las leyes educativas los eximen de deberes.

Corren, por tanto, malos tiempos en las aulas. Asistimos a un escenario tétrico donde hay insultos, amenazas de muerte, una gandulería muy defendida por ese sector de papis y mamis que hipotecan hasta su alma, con tal de darles todo y más a sus hijos, sin dejarles sobrevivir para que vayan adquiriendo más autonomía.

Les da pereza toda acción que precise mover un dedo, excepto la de arrastrarlo por las malditas pantallas que cada vez más las carga el diablo y que manejan a la perfección, suponiendo esto, a pesar del asombro, un logro del que presumen muchos padres a edades muy tempranas en las que les dejan el móvil como el sonajero que los calma. Después, será demasiado tarde.

Asistimos a un estancamiento y, en caso extremo, a la sepultura  del desarrollo intelectual de los adolescentes, enturbiado muchas veces por los efectos del consumo de droga, el otro hándicap contra el que toda la comunidad educativa tiene que lidiar.

Dicen los psicólogos que el confinamiento supuso ese punto de inflexión que daría lugar a la generación covid, un argumento que no comparto para nada, porque todos estuvimos encerrados, todos tuvimos que reinventarnos y todos pasamos una situación crítica, es más, podemos contarlo, a diferencia de otros que cayeron por el camino.

Por tanto, no me vale que se le eche la culpa de esta actitud en las aulas al confinamiento; es egoísta e insustancial decir esto, porque, por ejemplo, Ana Frank, símbolo del genocidio nazi, estuvo encerrada durante dos años en plena adolescencia y se dedicó a leer y a escribir y no a ser una maleducada; es más, nos dejó mensajes de optimismo de la vida, independientemente de la situación que nos rodee, ya que sin estímulos, como los de ahora, supo vivir sin tanto complejo y sin tanto prejuicio.

Es el vaticinio de la muerte del respeto, ya que en casa no ha habido límites que hayan diferenciado la barrera de la autoridad, por ser esos padres víctimas de una crianza respetuosa (tan de moda en la actualidad) que en lugar de personas instruidas está formando a chavales groseros y desquiciados.

Necesitamos, pues, que haya un compromiso por parte de todos; necesitamos a padres de los de antaño, sin usar la violencia, pero sí con la potestad que marca quién es el o la que manda en casa; necesitamos a esos padres que no consensuaron, que no nos premiaron por las notas, que no nos dieron todos los caprichos, que le dieron siempre la razón al profesor y que inculcaron valores, en lugar de prejuicios. De no ser así desde el principio, después será demasiado tarde.